Un asesinato que nos interpela: La tragedia que grita por un cambio en los servicios sociales
Esta semana, el corazón del sector de los servicios sociales se ha roto. Una educadora social fue asesinada en su puesto de trabajo por tres usuarios del centro en el que dedicaba su vida a ayudar. No es solo una noticia trágica, es un grito desgarrador que nos obliga a mirar de frente lo que hemos normalizado: un sistema de servicios sociales quebrado, que abandona a sus trabajadores y trabajadoras y, por ende, a quienes debería proteger.
Este crimen no es un hecho aislado. No es solo la acción de tres personas. Es el resultado de un sistema que lleva años fallando, que prioriza el ahorro de costes sobre la dignidad de las personas, que explota a quienes trabajan en él y que deja desprotegidos a los más vulnerables. No podemos caer en el error de buscar respuestas fáciles, de criminalizar a los usuarios o de pedir más control punitivo. La raíz del problema no está en ellos, sino en un sistema que ha convertido la precariedad en norma y el desgaste emocional en pan de cada día.
Un sistema que nos duele
Los servicios sociales son, en teoría, un faro de esperanza para quienes más lo necesitan: personas mayores, menores en riesgo, personas con discapacidad, con adicciones, en situación de exclusión. Pero detrás de esa misión noble hay una realidad desgarradora. Las entidades del tercer sector, muchas de ellas sin ánimo de lucro, han sido utilizadas como herramienta para privatizar y externalizar la responsabilidad del Estado. Estas organizaciones compiten por subvenciones y contratos públicos, pero en lugar de invertir en mejorar las condiciones de los usuarios y los trabajadores, recortan gastos. Y quienes pagan el precio son siempre los mismos: los profesionales que están en primera línea, con salarios que no dan para vivir y condiciones laborales que rayan en la explotación.
El sector social es un sector feminizado. El 79,3% de los trabajadores son mujeres, porque el cuidado ha sido históricamente una carga que recae sobre ellas. Y como siempre, lo que se feminiza, se precariza. Los salarios son una burla: entre 16.000 y 24.000 euros brutos al año para quienes cargan con la responsabilidad de cambiar vidas. La nocturnidad, que destroza la salud, se paga con un 10% adicional. La antigüedad, después de años de dedicación, se recompensa con 16,4 euros al mes. ¿Cómo puede ser que quienes cuidan de los demás sean tan poco cuidados?
El desgaste invisible
Pero no es solo el dinero. Es el desgaste emocional, la sensación de estar solos, de que nadie te escucha. Los trabajadores del sector social son presionados para asumir cargas inhumanas bajo el chantaje moral de que, si no lo hacen, los perjudicados serán los usuarios. ¿Cómo decir que no cuando sabes que de ti depende que alguien tenga un plato de comida, un techo, una oportunidad? El resultado es un agotamiento que va más allá de lo físico. Es un cansancio del alma, un desgaste que te deja vacío.
Y luego está la violencia. Las agresiones, las amenazas, el miedo. Son situaciones que forman parte del día a día, pero que rara vez se abordan. Las incidencias se archivan, las soluciones llegan tarde o no llegan nunca. Y cuando alguien se atreve a pedir un complemento de peligrosidad, se le acusa de estigmatizar a los usuarios. Pero no se trata de criminalizar a quienes atendemos, sino de reconocer que nuestro trabajo entraña riesgos. Riesgos que no deberíamos asumir en soledad.
No al punitivismo, sí al cambio estructural
En momentos como este, es fácil caer en la tentación del punitivismo. Es fácil pedir más control, más seguridad, más castigo. Pero eso no soluciona nada. No aborda las causas profundas del problema. Este crimen no es culpa de los usuarios, es culpa de un sistema que ha fallado. Un sistema que ha dejado solos a los trabajadores, que ha priorizado el ahorro sobre la dignidad, que ha convertido el cuidado en una mercancía.
No podemos permitir que esta tragedia caiga en el olvido. No podemos dejar que el foco se desvíe y que todo siga igual. Este crimen debe ser un punto de inflexión, un llamado a la acción. Necesitamos un cambio estructural, no parches cosméticos. Necesitamos:
- Más recursos públicos para los servicios sociales, con auditorías que aseguren que el dinero llega a donde debe llegar.
- Contratos Dignos y estables que den seguridad a los trabajadores y les permitan hacer su labor sin miedo a perder el empleo y con posibilidad de vivir una vida digna.
- Protocolos de apoyo psicológico para quienes están en primera línea, porque cuidar de otros también implica cuidarse a uno mismo.
- Fin de la privatización y recuperación de la gestión pública, para que los servicios sociales vuelvan a ser lo que nunca debieron dejar de ser: un derecho, no un negocio.
Por ella, por todos, por un futuro mejor
El asesinato de nuestra compañera no puede quedar en el olvido. No podemos permitir que su muerte sea solo un titular más, un episodio trágico que se diluya en la vorágine de las noticias. Ella era una de tantos y tantas trabajadoras sociales que dedican su vida a ayudar a los demás, y su muerte nos interpela a todas y a todos.
Este es el momento de alzar la voz, de unirnos, de exigir un cambio real. Por nuestra compañera. Por quienes vendrán. Por un sistema de servicios sociales que ponga a las personas en el centro, que cuide a quienes cuidan, que no deje a nadie atrás. Es hora de transformar el dolor en acción, la indignación en organización. Es hora de que nadie más se sienta solo en este sector. Es hora de cambiar las cosas.